A pesar de los numerosos momentos que nos causan risa, libertad y ternura, siempre hay un punto de quiebre que marca nuestra vida, nos recuerda una vida pasada o define nuestro presente. A mi corta edad, el huerto urbano fue ese punto histórico.
Todo comenzó cuando mi madre cambio de trabajo. Mi familia y yo pasamos de vivir en el campo a la ciudad. Recuerdo claro jugar dentro del invernadero de mi mamá, prendiendo y apagando los aspersores que regaban agua helada a los almácigos en la mañana, metiendo la mano en el caliente bocashi y viendo a todos mis amigos del colegio asombrados por los conciertos de chocoyitos (loritos) verdes a las 5 de la tarde... La linda vida del campo.
Ya en la ciudad, tenía un sin numero de "beneficios" que en el campo ni pensaba tener. Agua caliente en una ducha por ejemplo. Para tener agua caliente era normal que pusieras a calentar la tetera en la cocina mientras tomabas un tiempo para cortar unas ramas de romero para bañarte con agua tibia de romero.
¡Delivery!, otro gran beneficio. Antes tenía que ir al famoso puente de Serranías para esperar una hora a cualquier motorizado. Tenía todo pero me faltaba algo.
Un día acompañé a mi mamá a un centro comercial y como siempre acostumbro, abandoné la típica caminada entre tiendas; me llamo la atención una de artículos para el hogar,en la que vi unos maceteros pequeños en promoción y los compré. Al llegar a casa les puse una capita de piedritas, un poco de tierra del parque frente a mi edificio y una semilla.
Lo mágico pasó cuando puse agua. Sentí lo que científicamente llaman "petricor", ese olor peculiar que tiene la tierra mojada que supuestamente hace que las semillas tarden en germinar, con el objetivo de que les permita viajar en inundaciones. Me dije a mi mismo "¡esto es lo que me hace falta!, el olor a tierra mojada".
Al mes siguiente la maceta que compré en esa tienda de artículos para el hogar estaba rodeada de otras macetas, contenedores y cajas para sembrar.
El espacio quedó corto muy rápido y conquistamos el techo...
La nostalgia que creó en mi cerebro el olor a tierra mojada, no fue todo lo que me daba energía para continuar con el pequeño proyecto de un huerto urbano. Comencé a notar cambios en la calidad de los alimentos que cosechaba. Mis tomates y albahacas tenían un olor y color diferentes que los del supermercado, mis zanahorias tenían un tamaño peculiar, mis rábanos parecían manzanas y las lechugas eran extremadamente crujientes, verdes y grandes.
Relacioné los cambios con las diferentes ubicaciones de los maceteros. A unas plantas les gustaba el sol, a otras la sombra. A algunas hortalizas les gustaban los maceteros anchos y a otras los maceteros profundos. Empecé a cuidarlas como a un perro, las regaba muy temprano y luego por la noche. Y como a cualquier perro, terminé amando a mi huerto.
El huerto urbano no solamente me hizo recordar lo afortunado que fui al crecer en el campo, sino que también estimuló mi curiosidad por la agricultura orgánica y sus millones de posibilidades para adoptarla como estilo de vida.
¿Quien diría que un huerto urbano cambiaría una vida?
¡PuraVida!
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